“Pasamos del Deportivo de Huapaya al de Bebeto”, zanjó Augusto César Lendoiro para ejemplificar la singular evolución del Deportivo en apenas diez años. Fue también antes de pasar del Deportivo de Bebeto al de Bodipo. Seguramente todos fueron entrañables. Una nutrida generación de deportivistas forjó su indestructible relación con el club a base de mitos como el que encarnaba Huapaya, el del esforzado que quería, pero no daba más de si. También hay épica en la limitación y la modestia. Huapaya apenas jugó 26 partidos oficiales en el fútbol español, pero pocos de los que le vieron le han olvidado, estandarte de una época en la que todos íbamos como él, exigidos. Hoy se cumplen 37 años de su primer partido con el Deportivo, un 5 de junio de 1983.
Todo empezó con una llamada a las oficinas del Deportivo. Al otro lado del teléfono no estaba un cualquiera. Óscar Montalvo Finetti, un peruano que conoció A Coruña en agosto de 1962. Llegó para pasar una prueba que definiese si era apto para ponerse la camiseta blanquiazul y se quedó cinco años. Luego aún jugó una temporada más en Oviedo antes de regresar a su país, donde se labró fama como formador de futbolistas, el más renombrado de todos, Jefferson Farfán.
Montalvo, fallecido en 2006, era un extremo que podía evolucionar por ambos flancos, pero sobre todo lo hacía con clase. Decían que era frío. En realidad venía de otro fútbol. La grada discutía sobre su capacidad, no sobre su elegancia. Fuera del campo dejó la estela de un caballero que se implicó en la sociedad coruñesa e incluso ejerció como entrenador en el Sin Querer, el decano del fútbol modesto de la ciudad. Por eso cuando llamó para ofrecer un futbolista que además jugaba de extremo pocas voces podían sonar más autorizadas. Montalvo habló de un tal Huapaya.
William Sabino Huapaya Agüero era un futbolista con recorrido que había sorprendido desde el modesto Juventud La Palma para ganar la Copa peruana en 1978, una epopeya en la localidad costera de Huacho, próxima a Lima. Allí llegó Huapaya reclutado para jugar en Alianza, el mejor equipo del país. Se le abrieron las puertas de la selección y cuando llegó a A Coruña apuntó que solo una lesión le impidió formar parte del plantel que jugó el Mundial en Riazor y Balaídos. El Deportivo buscaba efectivos para el ataque, pero no era sencillo llegar y entrar en un equipo que estaba disparado hacia la Primera División.
Así, cuando Huapaya llegó a la ciudad, a mitad de abril de 1983, se encontró con un equipo hecho que tenía seis jornadas por delante para culminar una temporada excepcional, con un once que se recitaba de memoria: Jorge; Carreras, Piña, Ballesta, Silvi; Moreno, Peralta, José Luis; Vicente, Traba y Ortiz. Alternaban también Muñoz y Pancho García, que no eran delanteros puros, pero sí miraban hacia la meta rival. Y un par de semanas antes que Huapaya había llegado Osvaldo Damiano, un atacante argentino que jugaba en la liga colombiana. El Deportivo buscaba artillería a pesar de que tenía al máximo goleador de la categoría, José Luis, que no era precisamente un delantero. Unas declaraciones de Damiano, que cuando arribó Huapaya acababa de debutar en un duelo contra el Castilla en el Bernabéu, presagiaron que había que seguir buscando refuerzos. El ariete falló una clara ocasión de gol en su estreno y esbozó una excusa: “Tuve problemas con el balón. El que se usa en Colombia es más pesado y el bote previo me sorprendió”.
“Lo recomienda Montalvo. Tiene que tener algo, que duda cabe”, se ilusionó Arsenio Iglesias, que estaba al frente del equipo, cuando llegó Huapaya. Pero también apuntó: “No parece estar a punto físicamente”.
La ficha de Huapaya se inscribió sobre la bocina. El 23 de abril se cerraba el plazo para alistar jugadores en una campaña que iba a finalizar un mes después. Pero Arsenio no se animó a alinearlo. El peruano lo entendió: “Aquí se juega con un gran despliegue y tengo que mejorar mi preparación. Además vengo de estar a 30 grados en Lima y aquí me encontré con 10, frío y lluvia”.
La temporada acabó con Huapaya en la grada y una gran decepción porque el Deportivo dejó pasar el ascenso a Primera cuando apenas le valía sumar un empate en Riazor ante el Rayo Vallecano. Cayó 1-2 en un partido que nadie de los que lo presenció ha podido olvidar, ante un rival primado y con el arbitraje de Castilla Yanes, un canario que abandonaba el arbitraje y prolongó el encuentro diez minutos en un eterno querer y no poder ante la portería de Pabellón. Aquel día Arsenio sólo hizo un cambio. No confiaba en el banquillo. Damiano, que semanas después firmó por el Rayo, ya había dejado de contar y Huapaya estaba en boxes.
Su momento llegó al acabar la Liga. Se estrenaba una nueva competición, la Copa de la Liga, un magro consuelo que ocupaba a los clubs de cada categoría y que apenas duró cuatro campañas. En la primera el Deportivo llegó a la final y, en parte, lo hizo, gracias a un nuevo pilar. William Huapaya aprovechó aquel torneo que la mayoría de sus compañeros tomaron entre decepcionados y hastiados para exhibirse. Debutó el 5 de junio contra el Oviedo en Riazor. Antes el descanso marcó un gol y dio otro. Luego decayó. Iba a ser sustituido, pero una lesión de Ballesta le obligó a jugar los noventa minutos. Con todo, ya había dejado un sello. También lo hizo en el partido de vuelta, en el que que el Oviedo había igualado la eliminatoria con dos goles, pero un tanto suyo en la recta final del partido valió la continuidad del Deportivo en la competición e impidió que el plantel se fuese de vacaciones.
Huapaya quería jugar. Lo hizo en Jerez, también importante para sumar una victoria mínima en la ida de las semifinales. El partido de vuelta en Riazor debía ser un trámite, pero un gol de los andaluces lo complicó, lo llevó a una prórroga agónica a esas alturas de la temporada. Sobre todo para Huapaya, que protagonizó entonces un episodio inolvidable. Peralta marcó a dos minutos del 120 mientras el peruano no dejaba de acudir a la banda para que le aliviasen los calambres que le mantenían tieso. Riazor asistía con el corazón encogido a su drama, al de un futbolista que quería pero no podía correr, que se desplomaba a cada intento y se arrastraba sobre el césped como prisionero. Hasta que llegó el gol de Peralta. El extremo peruano lo festejó en la banda junto al masajista y de pronto revivió, hizo un sprint de cincuenta metros y regresó al centro del campo para ayudar al equipo en los dos minutos restantes. Riazor recibió aquella resurrección entre vítores. Al final del partido Arsenio explicó lo sucedido. “Me dijo que estaba muy exigido”.
El Deportivo se clasificó para la final. Era la Copa de la Liga, pero no dejaba de ser la primera de su historia. Aquel equipo agotado sucumbió ante el Atlético Madrileño en el postrero cruce a doble partido (1-3 en Riazor y 0-1 con opciones finales de remontada en la capital). Huapaya, exhausto, apenas pudo jugar una hora en el duelo de vuelta en el Calderón. José Luis, el indiscutible referente de aquel equipo, tampoco pudo jugar.
A nadie pareció importarle mucho aquel final de temporada después de la gran decepción contra el Rayo, pero a Huapaya le sirvió para reivindicarse. Y siguió en el equipo. “Es ligero cuando arranca”, valoró Arsenio. “Sus intervenciones son tan veloces como graciosas, pues lo mismo pierde el balón que lo recupera de la forma más inverosímil o se lleva otros que parecen inalcanzables”, describió José María Guimaraens en La Voz de Galicia. Las expectativas se rebajaron como un suflé. Huapaya apenas jugó cuatro partidos como titular en el siguiente campeonato de Liga, sumó 583 minutos en juego y aportó un gol que valió un triunfo en casa frente al Castellón. Cuando marcó, saltó la valla tras la portería de Pabellón y se fue hacia el marcador hasta que allí quedó reflejada su obra. En enero de 1984 entre frío, viento y lluvia Huapaya disfrutó de dos titularidades consecutivas en Riazor, pero se diluyó entre imprecisiones y resbalones. “Me chocó todo, el clima, la lluvia, el frío. Teníamos que jugar con toperoles (tacos) altos y me sentía incomodísimo”, explicó tiempo después, cuando había regresado a España. Hace diez años vivía en Vallecas y trabajaba en una agencia de viajes. Ahora ya está de vuelta a Perú.
“El ritmo de juego era muy diferente del de allá, pero yo en Perú me caracterizaba por ser un delantero muy trabajador, algo desordenado quizá. Arsenió me ordenó porque aquí se trabajaba mucho la cuestión táctica. La diferencia con el fútbol de mi país era tan abismal que cuando regresé estaba sobrado de ritmo. Me fui como una moto”, apunta cuando recuerda su paso por A Coruña. Quiso probar en el fútbol frances, pero acabó firmando un contrato en Iquitos, en la selva amazónica. Le pagaban solo si ganaba. “Fui para jugar doce partidos y me quedé dos años. Quedamos terceros en la Liga”. Pudo regresar a Alianza. No lo hizo e hizo bien porque esquivó la muerte. El 8 de diciembre de 1987 se precipitó sobre el Océano Pacífico el avión en el que viajaba el mejor equipo de Perú.
Huapaya regresó a A Coruña. Lo hizo cuando en septiembre de 2006 aprovechó una oferta de empleo en Madrid para regresar a Europa. Pasó por Abegondo a conocer la ciudad deportiva. Acudió al restaurante en el que solía comer en Linares Rivas. Pero todo era diferente. “Caminé hasta La Marina y estaba todo cambiado y lindo”. Nunca se fue del fútbol, donde reenganchó tras su retirada. Porque Huapaya acabó ejerciendo como preparador físico. “Ya no estoy tan exigido”, lo explica.